De todas las obras
pictóricas que retratan la Plaza Mayor de la Ciudad de México —nuestro actual Zócalo—
durante la época colonial, hay una que siempre me ha parecido fascinante. Se
trata de una pintura al óleo sobre tela, de gran formato, que lleva por título La
Plaza Mayor de México en el siglo XVIII. Con esta pintura es posible tener
una idea de cómo era la sociedad novohispana de aquel siglo.
Basados en una crónica relatada por Manuel
de San Vicente (Exacta descripción de la Magnífica Corte Mexicana…), en
la que el autor hace una descripción de la salida en público del virrey Marqués
de Croix, hay historiadores que sostienen que la pintura fue elaborada en 1768.
Un dato que también ha sido objeto de estudio es la autoría de la obra, hay
quienes sostienen que es anónima, mientras que otros la han atribuido a Juan
Antonio Prado.
Cierta mañana subí la rampa del Bosque de
Chapultepec para visitar el Museo Nacional de Historia. Traía en mente observar
con detenimiento una pintura, la que considero como una de las obras más
representativas de la Plaza Mayor. Al estar frente a ella y apreciar cada
detalle, fue como viajar a otro tiempo, al siglo XVIII.
En esta pintura abundan escenas
costumbristas concentradas en lo que se ha considerado como el corazón de la Ciudad
de México, capital de la entonces Nueva España. Observada de oriente a poniente,
en la parte inferior de la pintura, se aprecian las almenas del Palacio
Virreinal (hoy Palacio Nacional), lo que permite pensar que el artista, con
pincel en la mano, capturó desde la azotea de Palacio uno de los mejores retratos
de la sociedad novohispana.
En la Plaza Mayor pasaba de todo, y esta
pintura nos lo confirma. Una de las escenas más destacadas que podemos apreciar
es el recorrido que realiza el virrey que ha salido de Palacio con rumbo a la
Catedral, cuyo cortejo es presenciado por diversos grupos sociales ataviados
con sus ropas distintivas. Dicen los que saben que podemos deducir que se trata
del virrey porque era el único habitante de la sociedad novohispana que tenía
el privilegio de que su carruaje fuera jalado por seis caballos. No hay duda de
que la Plaza Mayor fue el sitio predilecto de los habitantes de la Ciudad de
México para ponerse al tanto de los acontecimientos y las ideas en boga.
Ahora me concentro en las construcciones como
el Portal de Mercaderes donde se aprecian altares con imágenes devocionales; el
Portal de las Flores que tiene al frente a la Acequia Real, en la que se
transportaban productos principalmente agrícolas; el edificio del Ayuntamiento;
el Parián, que en aquel tiempo fue el edificio representativo de los
comerciantes más importantes y acaudalados del reino donde se vendían toda
clase de productos. También está el mercado del Baratillo; además de otros
puestos conformados por tenderetes de petate. Y claro, no puede faltar la
Catedral, todavía inconclusa.
Hay otros detalles que llaman la atención,
por ejemplo, la columna de Fernando VI, obsequiada a la Ciudad de México por el
mismo rey en 1747; la picota sobre la que descansa la horca; y, una fuente
fabricada en 1713 para el abasto de la plaza y sus vecinos. En fin, hay
demasiados detalles en esta pintura que cualquier amante del barroco
novohispano podría pasar horas enteras analizando cada trazo.
Esta pintura ha llegado a nuestros días
como fiel testigo de que en el siglo XVIII la Plaza Mayor de la Ciudad de
México fue «centro de actividades comerciales, fiestas religiosas y civiles e
impartición pública de justicia» de los habitantes de la capital virreinal.
Abandono la sala del museo recordando que
en algún momento de la historia la pintura estuvo en Londres, pero en la época
del porfiriato fue adquirida por un mexicano quien después la vendió al
prominente empresario y coleccionista Ramón Alcázar, cuya colección se integró
durante el gobierno de Carranza al Museo Nacional (hoy Museo Nacional de
Historia, Castillo de Chapultepec).
Desciendo por la misma rampa por la que
subí, observo que un mar de gente va y viene, tanta gente como la que acabo de
observar en la pintura. Pero son otros tiempos.
Por: Adrián Martínez
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