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El escritorio del secretario de Maximiliano


 

En una de mis andanzas culturales decidí visitar el Museo Nacional de Historia, el museo que resguarda gran parte de la memoria histórica de México. Recorrí los salones del Alcázar del Castillo de Chapultepec, el lugar que en épocas pasadas fue residencia de los gobernantes de México. En estos salones se observan muebles, enseres domésticos, pinturas, esculturas y diversos objetos que tienen relación a la época en que habitaron los emperadores Maximiliano y Carlota, y después el presidente Porfirio Díaz y su esposa Carmen Romero Rubio.  Aunque tengo claro que lo que hoy vemos son ambientaciones museográficas que ayudan al visitante a recrear el estilo de vida de quienes ocuparon estos espacios, me permito imaginar aquellas épocas a través de esos objetos.

Me detengo con gran curiosidad en el salón de lectura de Maximiliano de Habsburgo. Entre el mobiliario se halla un escritorio de madera que por el lugar en el que se encuentra no figura como el protagonista de este salón. Está ahí, en un rincón como si quisiera guardar cierta discreción. Es un escritorio de madera de patas esbeltas que cuenta con nueve cajones y una escasa ornamentación. No presume lujo, más bien sencillez, pero no por ello carece de importancia histórica. Se trata del secreter que perteneció a José Luis Blasio, el secretario particular del emperador.

Es probable que treinta y ocho años después del fusilamiento del archiduque austriaco, Blasio utilizó ese escritorio para escribir sus memorias. Papel, pluma y tinta fueron suficientes para evocar los recuerdos que vivió a lado del efímero emperador. Seguramente recordó con detalle aquel 12 de junio de 1864 cuando Maximiliano y Carlota llegaron a la Ciudad de México. Ese día, el primer lugar que visitaron los emperadores fue la Catedral y, después de la ceremonia, en medio de vivas y aplausos, se dirigieron a pie rumbo a Palacio, y fue justo en ese trayecto, entre el mar de gente, que el joven José Luis Blasio pudo contemplar por primera vez al hombre al que ofrecería su lealtad incondicional.

Frente a ese escritorio, también debió haber recordado aquella segunda vez que Blasio vio de cerca al archiduque. Fue una mañana en la entrada del bosque de Chapultepec, cuando acompañaba a su madre a pedir al emperador la libertad de su hermano que había sido aprehendido por el ejército imperial. Poco tiempo después, el joven Blasio se enteró que un empleado del gabinete del emperador estaba en busca de alguien que hablara francés para que sirviera de intérprete. Fue así que a sus veintidós años de edad y con el dominio del idioma francés, asumió el cargo de secretario particular de Maximiliano de Habsburgo.

José Luis Blasio vivió momentos de júbilo a lado del emperador, junto a él conoció la vida palaciega, su amor por la naturaleza, la sensibilidad y la cultura, además de las costumbres imperiales. Pero también vivió los días más difíciles y aciagos de Maximiliano cuando el Imperio estaba a punto de ser derrotado por el bando liberal comandado por Benito Juárez. Mientras observo ese escritorio, puedo imaginar cómo escurren lágrimas de los ojos de Blasio mientras recuerda los últimos días que pasó con el emperador, cuando éste le concede la oportunidad de separarse de la que sería la última campaña militar, pero que la rechaza argumentando que «(…) si Vuestra Majestad me ha honrado teniéndome a su lado en los días afortunados, qué triste sería para mí verme separado lejos de su persona, cuando comienzan los días de amargura».

Me pregunto cuántas horas y cuántos días pasó frente a ese sencillo escritorio el fiel secretario para hacer acopio de sus recuerdos y poderlos plasmar en aquellas hojas que más adelante, animado por su primo el escritor Federico Gamboa, serían publicadas en un libro que llevaría por título Maximiliano íntimo. El emperador Maximiliano y su corte. Memorias de un secretario, una obra que, en opinión de la historiadora Patricia Galeana, contiene «una prosa amena y clara por lo que puede leerse como si se tratara de una novela». 

Debo seguir con mi recorrido por el Alcázar de Chapultepec llevando en mi mente el sencillo pero hermoso escritorio de José Luis Blasio con la promesa de volver a leer ese extraordinario libro.

 

Por: Adrián Martínez

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